lunes, 6 de abril de 2020

Volutas de humo


Volutas De Humo

Audberto Trinidad Solís

 La sonrisa de complicidad brotó como un naciente manantial, mientras, como flores coquetas, el rubor pobló las mejillas. Con la cabeza inclinada, mirando de reojo, Rosalía saboreaba los labios empapados de vino que, pensativo, Eduardo bebía, en una mesa cercana a la barra.

Hacía tiempo que los amigos le preguntaban a Eduardo de una conquista extra marital. Tal parece que se ponían de acuerdo para incomodarle.

A fin de cuentas, ellos sabían que no era capaz de un acto así.

El porte, la buena familia, el prestigio de buen abogado, las buenas cuentas que entregó a la municipalidad como contralor, eran una excelente carta de presentación.

Una buena pieza.

Un codazo de Arturo hizo que mirara la bebida a través del cristal. Sus amigos ya tenían buen tiempo observándolo, como si estuviera en otro mundo.

Decidieron dejarlo solo.

Rosalía, que durante buen rato lo había estudiado, entendió la razón de la estampida de los hombres. Al poco rato, con destreza exhalaba volutas de humo, gracias al pretexto de un cerillo, para buscar la cercanía de Eduardo.

Las sonrisas más bellas brotaban de esos labios carnosos, de encendida grana y cuerpo voluptuoso, preso en un entallado vestido rojo. Escogió la silla cercana a él, sin importar el qué dirán. Todavía, para cerciorarse aún más, le pidió consultar la hora en el reloj de pulso. También inventó que Eduardo tenía la corbata chueca. Las pupilas de Rosalía notaron en la mano izquierda la libertad del hombre. Ya era una presa, hasta ahorita no se le había escapado nadie.

Él le ofreció otra copa, mientras ella, al oído trataba de hacerle plática, embriagándolo con un perfume celestial.

Eduardo ya había tardado con sus amigos ahí; con ella se prolongaba el tiempo. Mas ahora se notaba inquieto. Miraba el reloj, se olvidó de ofrecer otro cerillo. Se disculpó para ir al baño.

Ya lo tengo, se dijo Rosalía, cuya mirada recorrió la entrada varias veces. Halló sinfín de sonrisas de caballeros, pero ninguno pintaba como Eduardo. Ya en la mesa él se veía más intranquilo; la mujer le ofreció un cigarro, que ni encendió. Rozó la mano de Eduardo, a insistencias de que fumara. La fragancia envolvente de la mujer le recordó la piel, una vez más, entre su cuello, sobre la camisa del hombro, el índice recorriendo el filo de la nariz hasta llegar a los labios, dar un beso y sellar uno más en la frente, mientras entrelazaba, fuera de la vista de Rosalía, sus propios dedos .

Llegó Damián de improviso, lo que Eduardo esperaba. Se detuvo ante el marco de la entrada.

Eduardo asintió con los ojos y la cabeza.

Damián se acercó. Aquél comprendió el triunfo del engaño. Damián saludó a la dama. Pidió hablar con Eduardo. Se alejaron unos pasos, sus manos se buscaron como en secreto. Rosalía alcanzó a escuchar que su posible conquista dijo pobre. ¿Ya te zafaste?, a lo que el recién llegado dijo sí, gracias por el anillo.

Dejo el enlace.  https://www.alquimialiteraria.com/diciembre2017/audberto/


                                                                                                             © Audberto Trinidad Solís



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